Calle Aldea en Marquetalia, Caldas.

Foto | Cortesía Antonio María Flórez | Papel Salmón | LA PATRIA 

Calle Aldea en Marquetalia, Caldas.

Autor

Antonio María Flórez*

PAPEL SALMÓN

No hay muchas referencias literarias a la región de Marquetalia de hace un siglo, salvo las que uno ha encontrado en la obra de Alfredo Martínez Orozco, en la de Silvio Villegas por vecindad (La canción del caminante, 1944) y en la del manzanareño Néstor Villegas Duque, prestigiado pediatra y solvente narrador, en su libro (Estampas interiores, 1966).

En él narra sus experiencias como médico rural en su pueblo, entre ellas una simpática anécdota sucedida hacia 1926 con un paciente de Núñez (la actual Marquetalia) llamado Lucio Quintana, que muestra la picardía del personaje y le sirve de pretexto para el despliegue de su fina sensibilidad y con precisas y electrizantes palabras describir la magnificencia de su tempestuoso paisaje acuoso, así como pintar concisamente las costumbres de sus pobladores, su aislamiento, la falta de recursos y el abuso de los gobernantes. He aquí una parte del texto en la que nos describe el viaje desde Manzanares al recién creado municipio, advirtiendo que la anécdota amerita leerse completa por su gracejo:

 

Anécdota

...Ya, haciéndose tarde, vuelve el peón y, arreglado todo lo necesario para servir bien a don Lucio, salgo para Núñez. Mientras caminamos las tres primeras leguas, hemos estado alcanzando a gente que en animada conversación, vuelven del mercado hacia sus campos. Van a pie, la mayor parte, arreando sus mulas o su moro, cargado con la carne para su semana y con algunos otros víveres y es de verse, como sobornal el imprescindible tarro de las velas y el pañuelo rabo de gallo que, a manera de bolsa envuelve los tabacos, fósforos y unas cuantas varas de zaraza y género ordinario.

Todos vamos orillando, para evitar los profundos barrizales, que de trecho en trecho nos demoran... luego empezamos el descenso hacia el cañón profundo del San Juan. El farol que llevamos apenas si nos libra de los peligros de hoyos y bordes despeñadizos. Descendiendo aún más, la noche se hace casi impenetrable, porque una tempestad está próxima y porque el camino se entra en la montaña. El cielo se ha vuelto más negro. Densos nubarrones vienen sobre el monte, lo entenebrecen y borran lo que aún queda como vestigio de alguna claridad.

Súbitamente un relámpago fugaz cruza el horizonte e ilumina los picachos empinados que se enfilan como oscuros seres mitológicos. Un trueno de furia atronadora baja por las laderas y pasa dando tumbos por la hondura del cañón, casi doblando árboles y arbustos en su expansión tremenda. Gruesas gotas comienzan a caer y luego, con viento que va tornándose terrible, arrecia el aguacero.

Repítense los sactazos fulgurantes de los cielos y los truenos que se lanzan desde lo alto de los cerros haciendo retemblar la tierra. No hay ceja de luz visible en parte alguna. La torrencial lluvia aumenta como un diluvio. El huracán arroja sus corceles por entre los montes tupidos y siembra el espanto en todo ser viviente.

Momentos después, por las vertientes, por el camino, bajan torrentes tortuosos, que entre los peñascos, se rompen estrepitosamente con rodar de piedras y de lodo. Siente uno que la noche, con locura apocalíptica, se precipita al hondo abismo del San Juan, ya desbordado y ensordecedor en la tormenta.

Huyendo de lluvia tan cerrada y de los riesgos en que ponen las avenidas por los desfiladeros, nos acogemos al alero de la primera casita que, al brillo de un relámpago, encontramos… el dueño se levanta al sentir que allí nos guarecemos.

Abre la puerta y aparece con una vela en la mano. Nos saluda amablemente y nos invita a entrar. Es un hombre cuarentón, alto, amarillento, que vive con su familia en la falda. Cultiva un espacioso huerto y atiende, con el auxilio de su mujer, a la venta de algunos víveres, cerveza, tabaco, fósforos y cigarrillos en la tienda que nos brinda para escamparnos. …

Le pido cerveza para los tres y seguimos conversando…

-Vea, señor, puaqui vivimos muy desamparados. Lo poquito que se coge hay que venderlo muy barato, si uno no tiene en qué llevalo pal pueblo. Pa conseguir lo que se necesita hay que traerlo de Manzanares, que siempre está lejos. Si uno se enferma, se tiene que morir sin médico. A veces logra uno atisbar al doctor cuando pasa pa Núñez o viene de allá. No tenemos escuela. Los hijos crecen como animalitos. Misa? Pu’ai cuando se puede. En fin ai se hace lo que mi Dios quiera.

Un rato largo después ya pasada la violencia de la tempestad, continuamos la marcha... atravesamos el puente, bajo el cual pasa rugiente el río en impetuosa crecida... Al fin llego a Núñez. En una alcoba estrecha, de tablas toscas, sin pintura o blanqueamiento, y en un lecho sencillamente vestido, se encuentra casi sentado don Lucio Quintana.

Reciben su espalda varias almohadas y sus dos manos se apoyan fuertemente en el colchón. En su rostro largo, de judío, se acentúa el desasosiego. Los ojos se le nublan angustiados. La calva le brilla grasienta y los pobres aladares le caen en las orejas. La respiración es agitada; el dolor del costado herido, muy fuerte; y la tos, persistente y seca...”.

*Escritor.

 

Foto | Óscar Hoyos Loaiza | Papel Salmón | LA PATRIA

Cascada Los Waicos en el río San Juan, en Marquetalia, Caldas.

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